Bitácora de un pasajero: ¿Realmente sirve de algo tener un propósito en la vida? 

Día: 14893.

Duración del viaje: 40 años, 9 meses y 7 días y contando.

Pasajero: Carlos Flores Alegría.

La investigación científica es enfática sobre esto: tener un propósito en la vida es mejor, mucho mejor que no tenerlo. De hecho, además de algunos otros aspectos en común, tales como tener relaciones interpersonales sanas, una alimentación adecuada y estar en constante movimiento, entre otros, las personas más longevas del mundo siempre tienen un propósito de vida. Así que sí, a ti y a mí nos conviene tener uno.

Quizá te preguntes: ¿y cómo saber cuál es mi propósito en la vida? ¡Suena a algo muy complejo! Afortunadamente la ciencia también nos tiene buenas noticias al respecto: para nuestro cerebro, cualquier propósito, por pequeño que sea, servirá. ¿Por qué ocurre esto? Porque los propósitos nos brindan certeza y se convierten en una brújula que, a medida que avanzamos, nos ayudará a sentirnos más tranquilos, pues reduce el miedo de pensar que solo vivimos  por vivir.

Además, poder explicarle a quienes nos rodean el porqué estamos haciendo un trabajo o el porqué estamos en un proyecto específico también ayuda a sentirnos orgullosos(as) y motivados(as).

Aunque la frase más habitual es “propósito de vida”, algunas personas prefieren llamarle a esto “misión personal”, “guía de valores” o “enunciado de vida”. Te sugiero que elijas el término o la frase que más te agrada y comiences a  reflexionar (es decir, a escribir) al respecto.

¿Y cómo descubrir cuál es tu propósito de vida? Quizá el mejor consejo que puedo darte es «no lo pienses demasiado». Simplemente elige algo que te guste, cualquier cosa (siempre y cuando sea algo que no te dañe física o emocionalmente y que tampoco dañe físicamente a quienes te rodean) y que siempre recuerdes  que puedes cambiar de propósito en el momento que lo desees, pues en realidad nuestra vida es tan compleja y tan larga, que sería absurdo pensar que solo tendremos  un solo propósito. En otras palabras, tú y yo podemos tener muchos y distintos propósitos en la vida. Podemos cambiar. Elegir caminos distintos (incluso contradictorios) y no solo es totalmente válido, sino que es normal, pues así somos los seres humanos. Paradójicamente, ser flexibles y darnos permiso de cambiar nuestro propósito, nos permite disminuir nuestro nivel de estrés y eso provoca que, finalmente, lo cambiemos menos.

Por supuesto, es totalmente válido que nuestro propósito sea algo cotidiano y simple. Y aunque es verdad que es mejor tener objetivos específicos que se puedan medir, nuestro propósito de vida se puede expresar de manera general, pues más que el propósito en sí, es el hecho de elegir una razón, lo que nos motivará a levantarnos día con día.

Por ejemplo, algo como “hacer que todo sea mejor para todos», “ayudar a mis hijos a tener una educación positiva” o “apoyar con buenos consejos cuando me los pidan”, aunque son ideas un tanto ambiguas, son mucho mejores que, simplemente, “vivir para trabajar”. Tener un propósito de vida nos ayuda a sentirnos más cómodos al tomar decisiones y también nos permite tener más claras nuestras prioridades. Algunos otros ejemplos podrían ser:

“Amar tanto como pueda”.

“Mejorar la vida de mis pacientes”.

“Vivir para viajar”.

“Recordar y perdonar”.

“Ser amable con otra persona diariamente”.

“Convertirme en la clase de persona que necesitaba cuando era niño(a)”.

“Enseñar una cosa cada día”.

“Aprender, mínimo, algo nuevo día con día”.

“Hacer tres buenas acciones antes de que el día finalice”.

“Siempre buscar otra manera de pensar”.

“Construir  una vida tranquila”.

Cada vez que te sientas frustrado(a) o desanimado(a) puedes recordar tu propósito de vida, decírtelo en voz alta y aprovechar la motivación que ello te generará. Recuerda, tener un propósito de vida, sea el que sea, siempre será mejor que no tenerlo. Y tú, ¿ya tienes un propósito en la vida? Si la respuesta es sí, por favor, compártelo conmigo escribiéndolo en los comentarios; y si aún no lo tienes, te invito a que elijas uno el día de hoy, sin pensarlo en demasía, pues siempre podrás cambiarlo a actualizarlo si cambias de opinión.

Ofrenda

¿Qué puede llevarnos a quitarnos la vida para que nuestra protesta sea escuchada?

Para la mayoría es fanatismo; para otros es anarquismo extremo, para los menos no es quitárnosla, sino ofrendarla.

Algunos, ocupados en la rutina laboral, otros estudiando y la mayoría intentando mantenerse a flote económicamente, leemos acerca de los conflictos armados en Siria, en Ucrania o en Nigeria, y no nos damos el tiempo ni siquiera de reflexionar. Escuchamos por todos lados “Así es esto”, “no podemos hacer nada, ellos tienen el poder”, “qué mal está el mundo”; pero una cosa es quejarnos y resignarnos, y otra es fomentar y aplaudir un sistema que nos está esclavizando poco a poco y llevándonos a un estado de manipulación y dominio total, como en las novelas distópicas de Orwell. El sistema mundial actual intenta no solo manipularnos sino censurarnos. Nos dice no hagas esto, no hagas lo otro, está mal, debes ser pacífico, tolerante, debes procurar el bien; todo esto mientras practican la dominación del hombre por el hombre y el exterminio contra todo un pueblo disfrazado de “respuesta al terrorismo”. “Es por la libertad y por la democracia”, exclaman o dicen ufanos “Estados Unidos no negocia con terroristas”; mientras que, por lo bajo, los crea, los financia, y los usa para sus trabajos sucios. 

Aaron Bushnell entendió esto durante su estadía en el ejército estadounidense y decidió ofrendar su vida como una protesta en contra del genocidio israelí sobre el pueblo palestino. Operación financiada, en muy buena parte, por el gobierno norteamericano. El domingo 25 de febrero pasado, el joven de 25 años, miembro activo de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos de América caminó hacia la embajada de Israel en Washington, colocó su teléfono para trasmitir la señal en vivo, se paró frente al portón, se empapó de líquido inflamable y se prendió fuego. Bushnell no dejó de gritar “¡Palestina Libre!” hasta desfallecer. Su dolor físico o algo muy similar lo han experimentado cientos de miles de palestinos desde 1948, año en que se formó el estado de Israel; y entre ellos más de 12,300 niños solo desde octubre pasado.

Los grandes medios no hicieron la cobertura como lo hubiéramos deseado quienes hacemos activismo social. Solo la nota de rigor, informativa, anodina; y otros de plano pintándolo finamente como un desequilibrado o como un reprimido por “su formación religiosa”, y “anarquista y de izquierda”, como lo hizo el nefasto The New York Times. Aaron Bushnell no era un anarquista; de haberlo sido, jamás habría podido terminar su instrucción militar; habría sido miliciano o guerrillero; pero no miembro activo de la Fuerza Aérea estadounidense. Sirva este texto para no olvidar a Bushnell, nacido en San Antonio Texas y criado en una pequeña comunidad de Massachussets; a decir de quienes lo conocieron, un ser humano dulce, que veía por sus amigos y por las personas sin hogar.

Hace veinte siglos, otro joven excepcional, este de treinta y tres años, también ofrendó su vida. Lo hizo en el instrumento de tortura máxima del imperio opresor de entonces; irónicamente, la cruz romana se convertiría en símbolo de amor infinito y de perdón; Jesús de Nazaret murió en tierra palestina, por amor a la humanidad. Aaron de Cape Cod dio su vida por amor a un pueblo protestando contra los genocidas que codician su tierra, la tierra palestina.

En dos mil años… no hemos aprendido nada.

Fernando Paz. Marzo 29 de 2024.

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Estoy en X (antes Twitter) como @Fernando_Pazz y en FB como Fernando Paz – Escritor

Suelos extraños

El corto andén era insuficiente para el gentío. El tren silbaba anunciando su próxima salida. Vendedoras de empanadas y de atol de elote se movían con agilidad entre sudores, lágrimas y verdes voces de mando; hasta allí había llegado el ansia de un megalómano austriaco de elocuente y corto bigote, pero grande ambición. Familias enteras, incluyendo a los abuelos, despedían a sus jóvenes, y con ellos a su paz y al ensueño remiso y tibio del sur de México. Las almas viejas prodigaban apapachos negados a reincidir en simples brazos escuálidos y vacíos; apenas les surgían sonrisas que terminaban mutando a visajes de dolor; hartas eran sus bendiciones, muchas sus plegarias silenciosas al cielo amarillo; las madres posaban sus labios en las imágenes de sus escapularios, los estrujaban resignadas, pero exprimiéndoles la promesa del regreso de sus vástagos. Los padres intentaban transmitir, con abrazos y apretones en los hombros, un valor que, en la mayoría de los hijos, era más entusiasmo por su primer viaje.

Corrían los años cuarenta y los muchachos de Huixtla, ese pueblo tranquilo y caliente de Chiapas, así como de todos los municipios del país, serían concentrados en la capital para entrenamiento y un eventual envío de tropas; iban a engrosar las filas de otros latinoamericanos que ya se habían ido, algunos del continente, y los más, del mundo. Las guerras las hacen los mayores, pero envían a sus jóvenes a pelearlas por ellos.

Un niño lloraba aferrado a las enaguas de su mamá. A sus ocho años se preguntaba por qué ese señor uniformado, de rostro enojón y con algo parecido a una vara en la mano, le arrebataba a tres de sus hermanos, sus amigos, sus héroes, esos que le habían enseñado a pegar el gancho al hígado como el Kid Azteca y que le hicieron creer que tenía “una zurda poderosa”. El oscuro tren parecía vestido para la ocasión y trataba de consolar, plañidero, al pequeño Virgilio, mi padre.

A muchas millas náuticas de ahí, miles de jóvenes, aunque veteranos en el oficio de sobrevivir, eran finalmente destrozados por minas y por ráfagas de ametralladora en Europa y en el Pacífico Sur. Otros fueron abatidos por bombas expulsadas por el mismo cielo del que se esperaba cayera solo lluvia, rayos de sol y bienaventuranza. Tuvieron que pasar años, tuvo que pasar mucha muerte para que la paz retornara.

Mi padre volvió a ver sólo a uno de sus hermanos idos aquel mal año de 1943. Fue en el 2005; él tenía 70 y mi tío Héctor 83. Vi las fotos de su encuentro hoy temprano; son más de las seis de la tarde y el sol me insiste que mañana será otro día, que ya deje esas memorias reposar, pero no puedo dejar de llorar por ellos; sus miradas de ojos agrandados por los lentes están llenas de porqués no respondidos, de ausencia, de no recuerdos y de amor vaciado en el espacio; esta nostalgia mía abre la puerta a tantas miradas perdidas en el fango, a tantos cuerpos tragados por los mares; tantas fueron las inocencias rotas, tantos los millones de vidas esparcidas en aquel maldito tiempo de suelos extraños.

Fernando Paz. 13 de marzo de 2024.

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Mi Destino…

Muy temprano por la mañana, a una hora en la que el sol todavía duerme, esperaba inquieta al pesero que me llevaría a la secundaria. A lo lejos, vi las luces de un vehículo que se aproximaba, sin que yo hiciera seña alguna el chofer hizo la parada y abrió la puerta de la combi. Me subí sentándome del lado de la ventanilla, al ver que era la única pasajera abracé mi mochila con fuerza decidida a bajarme en la siguiente parada. Una cuadra más adelante, el chofer apenas detuvo la camioneta y se subió un hombre en la parte delantera. Ninguno habló, el silencio y la oscuridad me aterraron, mis sentidos y mi cuerpo se paralizaron. 

El tipo que se había subido, de un brinco se pasó a la parte trasera, con violencia me arrebató la mochila y comenzó a golpearme con furia. Mis gritos se ahogaron en su mano áspera que tapaba mi boca, mientras con la otra tocaba mi cuerpo. “Hice lo que pude, mamá, pero me venció…”, la camioneta se detuvo y los hombres intercambiaron lugares, cuando el chofer estaba sometiéndome apenas podía moverme, los golpes me debilitaron, estaba perdiendo el conocimiento, sentía que mi cuerpo se transformaba como el de aquella muñeca de trapo que alguna vez tuve, carente de fuerza, de voluntad; que no tiene alma ni vida.

Tiraron mis restos en un paraje desierto muy lejos de la esquina de mi casa. Mi madre sigue buscándome, no se cansa, sus infinitas lágrimas riegan cada fosa. Sólo ella me busca, sé que nunca me encontrará, porque estoy lejos y muchos metros bajo tierra. Quisiera decirle desde acá, que no estoy sola, que ya no llore, que estoy con las otras, que descansamos en paz…

Ya no me acuerdo de ti

Ya no me acuerdo ti, la verdad sea dicha.

Si acaso me llega algún leve instante que recorre la mente,

como cuando nos vimos deprisa por el pasillo floral

y tus ojos pequeños se posaron en mi memoria,

en medio de la otoñal tarde caliente.

Ya no me acuerdo de ti, en serio.

No es presunción, pero me curé de la enfermedad

de recibirte a todas horas en mi corazón intranquilo,

de cada noche sin luna, de tu silueta en las sábanas,

de la dulzura de un sueño compartido.

De verdad, te juro que no te recuerdo en nada,

ni los suspiros con tu código postal,

ni en el primer paseo por el parque con la primera paleta helada,

ni en las sombras de las hojas que se depositaban en tu cara,

ni en el agua que caía, cuando llovía en tu mirada.

De verdad, ¡créeme!, porque me ha costado mucho trabajo,

muchas horas de terapia, muchas ganas de gritar tu nombre,

muchas noches de poco sueño y mucho anhelo.

Ya casi no sé quién eres, tu nombre me suena lejano,

tus besos parecen espadas,

tus muslos son brazos de mar que desembocan en la nostalgia.

Diría que ya estoy libre de ti de no ser por ese vago recuerdo,

que me sofoca la vida, que me aprieta con ganas,

que me lleva hasta el Hades y me deja sin alas.

Podría decirse que ya casi no sé quién eres,

Pero caminas por mi cabeza a toda hora

Y en mis letras, que son refugio nocturno, te acomodas,

para no dejarme olvidar.

Ya no me acuerdo de ti © 2024 by Pablo Ocampo is licensed under CC BY-ND 4.0 

Recuerdos…

“Ya te he contado que uno de los días más felices de mi vida fue cuando tu abuelo me llevó a la inauguración de la Plaza México. Tendría unos quince o dieciséis años, no recuerdo, lo que sí, es que fue un cinco de febrero. Con gran emoción veía los anuncios que estaban pegados por todas partes en las calles de la Colonia Roma“. “Decían algo así como: “Cartel Inaugural Plaza México; la más grande del mundo”. A un lado los nombres de los toreros; Luis Castro, “El Soldado”, Manuel Rodríguez “Manolete” y Luis Procuna, él era el máximo ídolo de mi papá. Y más abajo, en el lado inferior derecho estaban los precios: Generales sol: 3.50. Sombra: 5 pesos”. Papá hacía el acomodo invisible de los textos como si pintara el cartel… 

“Bueno, el día tan esperado vi a mi papá rasurándose en camiseta sin mangas, -como en otras ocasiones, solo que esta vez no me enojé porque sabía que iríamos juntos a la plaza-,  después de quitarse la espuma, sacudía la navaja, se enjuagaba la cara para después ponerse el agua de colonia. Tu abuelita siempre le tenía lista la camisa blanca, ¡sin una arruga!; dispuesto tenía el chaleco, porque eso sí, siempre andaba muy elegante con chaleco; su saco lo esperaba colgado en una de las sillas del comedor, bien cepillado, y el sombrero, solitario siempre sobre la mesa reflejándose en el vidrio que la cubría. Ese departamento me gustaba mucho, era amplio estaba en ´las calles´ de Monterrey número 25, vivíamos en el departamento 6. Ahí estuvimos más tiempo que en cualquier otro lugar, porque mi papá siempre debía rentas, por eso nos cambiábamos seguido de casa. La verdad, nunca supe bien en qué trabajaba, lo que sí es que estuvo metido en la política. Bueno, a ese departamento regresamos años después, que fue ahí donde conocí a tu mamá, pero esa es otra historia”. 

“Te decía que fue uno de los días más felices de mi vida, era la primera vez que salía con mi papá. Yo no me acuerdo cómo me vestí porque no tenía mucha ropa, pero eso sí, siempre igual que él, sin una sola mancha, sin una arruga. Ahora me arrepiento porque mi mamá era la que tenía que hacerlo todo; aguantando la tristeza porque arreglaba la ropa a sabiendas que él se iría por ahí. “Compró sombra, te digo que costaron cinco pesos, ese día no me importó que para eso sí tuviera dinero”. 

“¿Te acuerdas que me había sacado de la secundaria para trabajar en Pensiones porque tenía que ayudar en la casa? Bueno, esa es otra historia”. Sonreía con los ojos… 

“Bueno, nos subimos al tranvía y después al camión”. “Pa´ ¿cómo es posible que te gustaran los toros? Le pregunté. “Pues sí, me gustaban y mucho al igual que a mi papá”. “¿Quieres que te siga contando, sí o no?” “Sí, pa, las veces que quieras”. (Ahora lamento que mi mente no haya grabado cada una de sus palabras para poderlas expresar aquí tal cual las dijo).

“Bueno, llegamos y había una multitud, yo me sorprendí de lo grande que era; sí era majestuosa como decían los carteles. Llegamos a nuestros lugares, el centro de la plaza era un círculo arenoso perfecto. ¡Qué emoción sentí al ver al torero marcando el paso, con la figura gruesa, brillante, muy concentrado mirando hacia el piso, el capote de paseo perfectamente liado! Frente a miles de personas. Estaba llenísimo, hubieras escuchado los gritos, de todo tipo… la mayor emoción fue cuando vi la alegría de mi papá, jamás lo había visto así”. “Ah, y para los que iban a las corridas en el toreo de la Condesa, la nueva plaza se les hacía lejos, a nosotros no nos importó. Bueno, para mí el viaje a la México ha sido inolvidable, quedé impresionado cuando la tuve de frente”.

“El primer capotado lo dio el Chato Guzmán. El primer puyazo fue de José Noriega, “El Cubano”. “¿Qué es puyazo papá?”, pregunté. “Una punta de acero con la que pican al toro para estimularlo”. “¡Ay, no, papá! ¡Qué horror!, ¿cómo es que te gustaba eso?” “Sí me gustaba. ¿Quieres que te siga contando o no?” “Sí, pa”. “Bueno, luego El Cubano fue el que sufrió el primer tumbo. El primer par de banderillas fueron del Chato Guzmán, si mal no recuerdo. El primer muletazo, y la primera estocada fueron de Luis Castro, “El Soldado”, que vestía un traje plateado ¡hermosísimo!”, “¡Qué trajes! ¡Además toda una ceremonia, todo un ritual realizaban antes de ponérselos!”. “El primer toro se llamó Jardinero, no recuerdo el número. Lo que tengo aquí, mira – se tocaba con el índice la sien- un toro enorme, con unos cuernos hermosos. Todavía escucho el griterío y siento la emoción… “Manolete cortó una oreja a Fresnillo. Vestido con su traje dorado que brillaba como si tuviese mil soles adheridos al cuerpo. Eran maravillosos, aunque no lo creas, aunque no te gusten”. “¡Ah, esa fue la primera oreja en la México!”. 

“Cuando salió Procuna, mi papá se levantó, estaba emocionado gritando eufórico; las venas del cuello estaban gruesas le palpitaban. Su rostro blanco estaba rojo, pude percibir su emoción al fin tenía ahí a su ídolo Luis Procuna; fue el que cortó la segunda oreja al toro Gavioto, fue el primer mexicano en hacerlo. La tarde se la llevaron Manolete y Procuna, El Soldado no”. 

“Pero ese día también fue el más triste de mi vida”. “¿Por qué papá?” “Porque salimos tu abuelo y yo emocionados llenos de esa algarabía, aún danzaban las luces de los trajes de los toreros en mi mente. En la puerta mi papá me dijo: “Bueno, hasta aquí», sacó de la bolsa de su pantalón una moneda. «Aquí está para tu camión, vete a la casa”. Sentí una tristeza inmensa porque yo estaba seguro de que después de ese magno evento seguiríamos juntos esa tarde y no, me mandó a la casa y él se la siguió quién sabe con quién. Fue para mí una estocada…»

Después de un profundo suspiro, contrajo algo los labios, mirando al techo se quedó en silencio, evocando sus recuerdos. “Pero valió la pena… solo quiero recordar aquella tarde de inauguración, tengo tan grabadas las luces de los trajes, la preciosidad de los colores que aún puedo ver, aunque ahora no vea ya, a pesar de eso siguen encendidas en mi mente. Puedes después presumir que tu papá estuvo ahí”. 

“Siempre te presumo papá, no me canso de escuchar tus historias, de vivir tus recuerdos y contarlos”. “Ya te he contado que después iba de chaperón a los toros con mi tía Elsa, la que era novia de un jefe de seguridad. ¡Así mira! ¡Así de cerca tuve a los mejores toreros!” “Pude haber estirado la mano y tocar sus trajes”. 

“Hija, ¿te acuerdas cuando íbamos al parque “Miguel Alemán?” “Bueno, pues ahí vi a Procuna. Y por tímido por… híjole, mejor no digo, por…  no me acerqué para decirle que mi papá lo había admirado mucho. No me atreví y ¡no sabes cuánto me arrepiento!”. Dio un largo suspiro. Apreté varias veces su mano suave… 

“Ahora sí ya me voy pa”, le dije. “¿Mañana se van de viaje verdad?” Sí, te voy a extrañar. “¡Uy, sí!” contestó sonriendo. Lo abracé con la suavidad que te da el amor y la admiración. Lo mantuve cerca para poder transmitirle todo… bajé las escaleras y antes de llegar al penúltimo escalón regresé corriendo a su recámara. Estaba pensativo en su sillón. “Vine a darte otro abrazo papá”. Se lo di. Le dije lo mucho que lo quería. “Yo a ti hija”. Salí del cuarto, bajé de nuevo los escalones y en medio de la escalera me detuve; esa voz sin palabras preguntó ¿“por qué no le das otro abrazo?”, subí de nuevo y me dijo sonriendo con los ojos, “¿otra vez’”, “sí, papá”. Me agaché y mis brazos envolvieron su delgado cuerpo, él con sus brazos débiles abrazaron el mío.

Ya en el viaje, desperté con sollozos incontrolables, no recordaba en dónde estaba, me incorporé. ¡No! ¡Mi papá no! Lo había visto en una caja de cartón, estaba parado dentro de ella, solo alcanzaba a ver parte de su cara, estaba de perfil. Alguien a quien no escuchaba me decía: “¡está muerto!” y yo gritaba con esa ansia, con el dolor más profundo que no, “¡no! ¡No está muerto!” “¡Sí! ¡Ya se murió!”, ¡pero yo lo veía vivo dentro de esa caja! Le gritaba “¡papá, papá!“, ¡él no volteaba siquiera a verme! Pocas veces he llorado como esa noche, llena de terror navegando en un río lejano; tuve suerte porque en ese barco había internet. De inmediato le marqué a mi hermano. “Está bien, de verdad, papá está bien”. No recuerdo, entre la pesadilla y en esa inexistente realidad, si hablé con él o no.

Pasaron cinco días, íbamos en el camión camino al desierto, ¿a cuál? No recuerdo. Mi hermano recibió una llamada. Yo estaba sentada atrás, a través del resquicio que había entre asientos alcancé a escuchar que mi hermano preguntaba: “¿pero está bien?” “¿Qué pasa? ¡Dime!” Yo preguntaba desde el fondo del autobús. “Pásamelo”, le dije a mi hermano… Ya viene la ambulancia, “no ambulancia no, yo le prometí muchas veces a mi papá que jamás lo llevaríamos a un hospital y le he de cumplir”. “Se va, se va…,…, ya se fue”. Ya no pude tomarte de la mano papá, no estuve ahí contigo. Estaba del otro lado del mundo, pero mi alma, mi corazón, siempre, desde que tengo memoria han estado pegados al tuyo. Siempre te admiré, fuiste para mí y serás siempre mi mejor compañía. 

Llegamos al desierto. Nos sentamos a contemplarlo. Jamás he escuchado al silencio como ese día… ahí, en esa inmensidad, viendo los colores intensos del atardecer me despedí de ti, papá; el viento inexistente llevó mi voz hacia ti. El silencio me habló y hoy, un año después, lo escucho…

Cambios

Me detengo en la esquina, la luz amarilla del semáforo duró poco. Me ganó la noche. No me gusta manejar cuando ya está oscuro y menos cuando está lloviendo. El parabrisas se convierte en un lente con una graduación ajena, lo veo todo borroso y los limpiadores aclaran un poco mi visión. 

Los faroles de las casas dibujan en el piso soles sin contornos, como difuminados. El reflejo de las luminarias municipales semejan espejos en el negro pavimento. El fulgor de los coches que vienen en sentido contrario me deslumbra; el haz luminoso penetra y lastima mis pupilas, me duele, se siente invadido mi globo ocular. Froto un ojo, luego el otro, si los cerrara, sé que vería esas espadas centelleantes en colores sepia y café.

Pongo a máxima velocidad las plumas para que eliminen el agua. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… doce, trece, catorce… treinta, treinta y uno. ¡Cómo dura este semáforo! Por fin, después de casi cuarenta segundos puedo meter primera. Acelero para que no me toque la luz roja; me ganó, su color parpadea al ritmo de mi corazón.

Uno, dos, tres, cuatro.. veinte, veintiuno, meto y saco el pie del clutch aprovecho para hacer ejercicio. Veintidós, veintitrés… este pinche semáforo duró más de sesenta segundos, bueno, sesenta flexiones de pierna. Con las yemas reviso cada una de mis uñas, quiero que estén parejas, en el momento en el que siento algún filo, de inmediato lo arranco con los dientes. ¡Me pasé! ¡Uta! Sentí cómo se vino algo de carne, succiono la sangre… se pone el verde, meto con trabajo la primera. Acelero con todo, meto segunda, tercera. Succiono. Me pulsa el dedo. Siempre me arrepiento cuando me jalo la uña con esa saña, pero la verdad, me genera cierto placer; no sé por qué. Al bañarme, late el dedo por el agua caliente, parece tener su propio corazón, tiene un ritmo distinto al que traigo en el pecho, ese que luego se acelera por cualquier cosa, tanto que lo siento agresivo, a veces ajeno, late fuerte como queriéndo salirse, como si él tampoco me quisiera, pero está preso, sujeto a mis venas y arterias, está encerrado bajo la cárcel blanca de mis costillas…

Los semáforos no están sincronizados, tengo que pararme de manera constante porque las calles son cortas. Riachuelos bajan por las ventanillas, gotas pesadas que parecen lupas no me permiten ver casi nada. Prendo el aire acondicionado para que no se siga empañando el parabrisas, lo pongo al máximo, ¡está más opaco! Unos dedos despejan esa bruma; alguien traza líneas, caras alegres y tristes, manos invisibles están escribiéndome un mensaje. Limpio ese vaho, o como se llame. Arranco de nuevo, esa mano sin cuerpo comienza a dibujar la palabra “loca”. Estoy nerviosa, me ahogo con este aire artificial, no puedo respirar…  Abro la ventanilla un poco pero el aguacero arremete con todo del lado en el que estoy. Giro con rapidez la manija para subirla, ¡se atora! y el dedo palpita y sangra. Succiono. Queda un resquicio, algunas gotas logran penetrar, el agua está fría, dejo que refresque mi herida, las luces del carro que está atrás me deja ver el agua sanguinolenta que recorre el índice y baja despacio, recorriendo, cada vez más tibia, hasta el antebrazo para caer gota a gota por el codo. Siento alivio.

Logro cerrar la ventana. El cristal sigue empañándose, en el tablero veo cientos de hombrecitos echando su vaho, están todos formados, cuando cubren mi altura, cuando saben que ya no puedo ver, voltean todos a verme, sus ojos amarillos con ríos intrincados y rojos me miran y sonríen mostrando sus dientes que brillan entre la combinación de luces, sus filosos colmillos son como hoces.

Me aferro al asiento, no quiero verlos; conocía a uno nada más, ahora son cientos. Sus patas son como las de los loros, tienen cuatro dedos de diferentes tamaños, las uñas del que me ha perseguido siempre son filosas, cuando me asalta por las noches las encaja en mi piel. Cierro los ojos para no verlos más. Aun así percibo sus siluetas en esta pantalla café que me regalan los párpados, resplandecen sus colmillos y las garras. Creo que estoy perdiendo la razón… “No, no puede ser, es la lluvia la que te altera, la oscuridad la que te asusta, y la soledad la que te hace llorar”… 

No puedo detener las lágrimas, tiemblo toda, el corazón ahora anuncia mi ansia, el eco sordo de sus latidos sale por mis oídos; tun, tun, tun.  Me doy con fuerza con la palma para acallar ese sonido hueco… veo menos, con la manga limpio mis lágrimas. Arranco y me toca otro alto. “¡Me vale madres, es tarde!”, acelero. Sigue el parabrisas empañado, solo que ahora los demonios esos no están, no los veo, pero sí escucho sus pasos sobre el tablero, van, vienen de un extremo a otro, tac, tac, tac. 

Cambio de calor a frío, de frío a calor el maldito control del clima. Estoy ansiosa, siento que no avanzo. “¿Para qué carajos salí si vi el techo de nubes negras? Agarraste tu bolsa y dijiste sin hablar: “Tengo que vencer el miedo a la lluvia”… 

Tal vez esté un poco mal de mis facultades mentales, sí, seguro que sí; así me decía él todo el tiempo. Ahora que estoy con el corazón palpitante y las manos temblorosas, creo que tenía razón. 

Se eriza la línea aterciopelada y negra que delinea mi columna vertebral; los vellos de mi cuello están como púas, contengo el aliento… ¡alguien está sentado detrás de mí!. ¡Sí, es él!. Aquí está, percibo su aliento en este ambiente cerrado, él siempre respiró por la boca, ahora lo hace pero con menos pausas, ahora el olor es agrio, descompuesto. 

Alcanzo a ver su mano señalando hacia la derecha. Esa clínica psiquiátrica siempre nos quedaba en la diestra, ahí me iba a dejar; “Aquí vas a terminar, aquí te voy a traer”, “Porque estás loca, ¡histérica, ca, ca!” “¡Estás loca, histérica, ca, ca!” Yo no contestaba, esfuerzo doloroso hacía para contener ese llanto infantil. 

Algo debe fallar en mí, cuando lo recuerdo mi mente se convierte en un proyector de diapositivas, empieza a funcionar el carrusel; comienzan a pasar las mismas transparencias una por una: primero la fachada de ladrillos rojos, clic, después la de varios enfermeros fumando en el balcón, todos están en la misma postura, como repetidos, resplandece su bata blanca, clic, el letrero con letras grandes: Clínica San Rafael, clic, las ambulancias estacionadas, clic, los cuartos fríos con aparatos viejos y siniestros que usaban para calmar la locura, por un rato o para siempre, clic…  “¡Basta!” Azoto una y otra vez la cabeza contra el volante, quiero detener este maldito carrusel… ¡no más clics, no más clics! Solo el dolor, permite que se detenga esta rotación… le doy más y más duro al volante. Estoy sudando…Me duele la frente, la cabeza me punza, las imágenes se han borrado aunque la sensación y el pánico se han apoderado de mí. 

Siento su aliento, escucho su respiración, cómo asiente satisfecho… subo el volumen, primera, piso el acelerador hasta el fondo, segunda, echo aire, tercera, segunda, tercera, siento su mano sobre mi hombro. No puedo detenerme… luces ámbar, rojas y verdes, rojas, ámbar, verdes. Su mano señalando una esquina… “¡aquí no es!” Le grito. Suelto el volante sacudo ambas manos para quitármelo de encima, como si estuvieran atacándome cientos de abejas Acelero… 

Respiro agitada, veo por el retrovisor y no hay nadie. Pero siento su presencia, huelo su humor tan peculiar. “Ya sabes a dónde vamos, ¿no?” Quiero que su voz se pierda, ya no puedo subirle más a la música, quiero abrir la ventanilla, el aguacero se llevará su voz… ¡no puedo abrirla! le doy, y le doy a la manivela! “¿Qué haces? ¿Eh? Histérica, ca, ca”. “¡Ya ves cómo sí estás loca?” “¿Sí sabes a dónde vamos, no”? Escucho entre la lluvia, el radio, el motor, mis latidos y su risa, cínica, única. Pone ahora ambas manos sobre mis hombros, los aprieta, las desliza hacia mi cuello oprime con más fuerza, hace que me doble, freno con brusquedad, intento bajarme del carro, pero no puedo desabrocharme el cinturón. Una de sus manos cubre el seguro, con terror veo que está negra, llena de pústulas, así como parte de su antebrazo. Quiero quitarlo de ahí, liberar el broche del cinturón, pero no lo suelta… ríe, y ríe.

Vuelvo a ver a los pequeños demonios sobre el tablero, sus rostros han cambiado, ahora todos son él, todos ríen igual que él… gritan al unísono “¡estás enferma!”. “¡Acelera, loca, acelera!”. 

Acelero… ellos todos se voltean para guiarme y ordenarme hacia donde ir: gritan “¡a la izquierda! ¡ahora a la derecha! síguete derecho, derecho… mientras, sus manos pútridas acarician mi cabello… no puedo pisar el freno, uno de los demonios está ahí abajo deteniéndolo como si sostuviera una losa, otros tres o cuatro empujan el acelerador. Los veo brillar en ese hueco oscuro, mientras los otros gritan “derecho, sigue derecho”, ellos aceleran, él me toca, estoy paralizada, no puedo quitarme ni el cinturón ni sus manos de encima…. 

No sé cómo, pero ahora está sentado sobre mí, mirándome con esos ojos vacíos, sonriendo con esa boca sin dientes, saca la lengua para besarme, está negra, larga, la recorre por mi cuello, alzo la mirada y puedo verlo todo, puedo ver a través de él, no tiene órganos, solo veo sus arterias, sus venas por las cuales corre esa sangre oscura.

Está distraído, excitado, me susurra “aunque estés loca, me gustas”, los de abajo aceleran, el del freno sigue haciendo fuerza bloqueándolo… 

“¡No, no quiero ir a ese lugar, no, me no lleves! ¡por favor, no me lleves!”.  “Derecho, tooodo derecho, ya mero llegamos”. Él sigue, yo no puedo moverme. Veo el paso a desnivel, trata de levantarme la falda, mientras susurra, “me gustas, perra”, “¡ahí te voy a dejar, loca!”. Suelto el volante, con la rodilla lo hago girar, el carro se estrella a toda velocidad con el barandal del puente.

Después de un estrépito, vino el silencio… abrí los ojos, los demonios habían desaparecido, él ya no estaba encima de mí. Algo caliente mojaba mis piernas, adhería la falda a mis muslos, mi blusa absorbía algo oscuro tiñéndola con rapidez, había dejado de llover… no sentía nada, solo las lágrimas. Zafé con facilidad el cinturón de seguridad. No sentía las piernas, algo las tenía comprimidas, quise abrir la puerta, encontré la manija con la escasa fuerza que tenía y la entreabrí, quise enderezarme pero no pude, algo amarillo estaba incrustado en mi estómago, sangraba, sangraba, traté de acomodar lo que tenía afuera, puse todo dentro todo en su lugar para poder funcionar de nuevo… un profundo sueño quería absorber mis pensamientos, no sentía dolor, me sentí libre… “no estás loca”, dije.

El eco de su mirada

El eco de su mirada

Ahí estaba, como siempre imaginé, vestida con las notas de una pieza musical; siempre atenta a las teclas, concentrada, entregada a la música que se desprendía de aquel monstruo de 88 dientes bicolor. No coincidíamos en casi nada, lo único que teníamos en común era nuestro gusto por la música. De hecho, el gusto fue todo mío, pues me dejaba llevar tanto por la intérprete como por la musa que se reveló al autor. En aquella velada a media luz me perdí bajo el encanto de la dulce melodía y el azul de sus ojos que hacían juego con su transparente sonrisa. Al menos así me sentía yo; al menos, así la veía a ella.

Más allá de dejarse llevar por el hechizo que tienen las musas en donde se escondan, la magia se encontraba en la elegancia de sus movimientos, en el manto estrellado que cubría la claridad de su piel, en lo indescifrable de la noche que jugaba con el brillo desprendido de sus manos, pasaje directo a los secretos de su ser. El frío del invierno mediano imperaba entre cada asiento que se orientaba a ella, pero la danza que evocaban los acordes, el vaivén con el que paseaba la melodía se tatuaban indelebles en la mente y no hacían falta versos en la poesía que flotaba con encanto, mientras ella acariciaba el teclado, como quien roza el alma con los labios. Al menos así lo sentía yo; al menos, así la pensaba a ella.

Pero su risa, además, escondía un misterio que secundaban las notas graves de la armonía. Vaya satisfacción encontrar profundidad en ese gesto al terminar cada pieza, en la música que sonaba y en sus ojos que, ingratos, se escondían de quienes presurosos los buscaban. El último aplauso anunciaba con pesar su presurosa marcha; de entre voces, palmas y pupilas invasoras, escapó cual pensamiento clandestino.

“Tocaste maravilloso” le dije y replicó un “gracias”, acompañado por una sonrisa de mil lunas y esa mirada escurridiza como el manantial en las montañas; mientras, su figura se dejaba engullir por las sombras que reinaban detrás de un pequeño telón, división terrena entre deseo y gloria y por un instante, la vida comenzó a transitar por un réquiem, que pronto dio paso a la cotidiana vaguedad de lo común y la noche dejó de ser mágica penumbra para convertirse en simple oscuridad.

Este relato es fecundo resultado de la maravillosa coincidencia de autor y musa, que convergerán hasta el final de los tiempos en compás, ritmo y melodía y cobijarán al escritor al que una mirada de su pianista bastó, para trazar líneas sin tiempo, ni espacio, ni ausencia.

El eco de su mirada © 2024 by Pablo Ocampo is licensed under CC BY-SA 4.0 

AMOR ÁGAPE

Cuando se propuso el tema para esta semana en el programa, de inmediato pensé en escribir acerca de la novela, relato o película que, tocando el tema del amor, me ha gustado más, o que por lo menos me haya dejado su impronta en la memoria.

Mi pensamiento fue de Romeo a Julieta en la obra de Shakespeare, de Oliver a Jennifer, en Historia de Amor de Erich Segal; de Florentino a Fermina en El amor en los tiempos del cólera de García Márquez; de Pedro a Tita en Como agua para chocolate de Laura Esquivel; de Humbert Humbert a Lolita en la obra homónima de Vladimir Nabokov y de Dimas a sus muertitas en Pan de muerto de Ana María Vázquez.

Y bueno, ni falta hace mencionar que también pensé en la historia más grande de todos los tiempos en relación al amor, el primero, el amor ágape, ese que nos tiene el Creador quien, por cierto, no necesita que creamos en Él para estar y para sernos propicio. Irónicamente, se necesita más fe para no creer que para hacerlo; cuando se cree, se cree y ya; cuando no se cree, surge la tendencia natural a filosofar y a vanagloriarnos de nuestro -per se- acotado conocimiento… pero sobre todo a argumentar con la limitación misma de su desconocimiento, y es cuando vienen los clichés: “es que si Dios existiera, no habría guerras, ni hambre, ni polución…” ignorando el que estamos hoy en un mundo material y viviendo principalmente sin amor, sin darnos al otro, sin procurar más que lo propio, sin intentar siquiera trascender en este nuestro tiempo.

Esa historia de amor quisiera contarles hoy, pero necesitaría muchas más líneas. Solo les diré que hay amor en la inclusión que El Maestro hizo de los menesterosos y de los enfermos; que hay amor en la protección de la adúltera próxima a ser lapidada; en la visita al publicano, odiado por los de su etnia por traidor; en curar a la hija del centurión a pesar de que este representaba al imperio opresor de su pueblo; y especialmente hay amor, amor total, en morir por quienes lo rechazaron, por quienes habrían de rechazarlo en el futuro e incluso por quienes se han burlado de dicho sacrificio. Pero no es mi pretensión dividir ni mucho menos juzgar, porque el Maestro Jesús va más allá de creencias y de filosofías. Es, está y eso me basta.

Nos dejó en boca de Saulo de Tarso algo sencillamente hermoso por atemporal, porque demuele barreras, porque trasciende la fe misma… dice así:

El amor es sufrido, es benigno, el amor no tiene envidia, el amor no es jactansioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa el mal; no se goza en la injusticia, sino en la verdad; el amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta…y nunca deja de ser.

Por cierto, la raíz antigua de la palabra amor, el amor ágape, es el hebreo “agab” que significa respiración, aliento… ¿Qué les dice ahora aquello de “soplo de vida”? 

Fernando Paz. Agosto 9 de 2023.

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Penélope de Coscomatepec

Uriel siempre supo que terminaría sus días abandonado. De niño solía pedirle a su abuela que le contara cómo era su madre. La conocía solo por una fotografía en la que estaba sonriendo, agarrada de una verja como queriendo esconder su cuerpo, en shorts y blusa estampada. “Era terca como tú, terca y nomás andaba por ahí papaloteando, como tú. Dios la tenga en Su santa gloria”, decía su abuela mientras preparaba la comida y él trababa los cuerpecitos rígidos y escarapelados de El Santo y Supermán, en una lucha imposible.

De los años en que la naturaleza parece querer obligar al tiempo a que apure su paso, Uriel recuerda a Penélope, su noviecita; sonriente, vivaz, coqueta; los besos detrás de los salones de la escuela secundaria y los desesperados movimientos nocturnos de su mano solitaria evocándola hasta desfogar su nombre entre la humedad. Y de los años lentos y embarnecidos, pero aún lozanos, recuerda, aunque no queriéndolo, aquel pañuelo de hombre olvidado bajo la cama. Con ese nombre, la muy zorra resultó un embuste andando. Maldito Homero, pensó.

El tiempo parece no pasar en Coscomatepec, Veracruz, sino quedarse y repartir a cada habitante todos los años que puede. Uriel se levantó de la cama a duras penas; a sus setenta y dos años, la artritis sí le era fiel. De un oscilante manotazo bajó a la gata y le puso un plato de leche sobre el suelo; el animal nomás lo olió, se dio la vuelta y saltó por la ventana. Uriel la siguió con la mirada. Al fondo del paisaje, el Pico de Orizaba enmarcaba, impertérrito, su abandono.

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Este relato forma parte de la antología de cuentos y relatos “Aguacero”, mi primer libro. Editado por Soconusco Emergente Editorial & Fundación Carlos Briones.

Puedes encontrarlo en: https://a.co/d/6Qyj212

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