Me detengo en la esquina, la luz amarilla del semáforo duró poco. Me ganó la noche. No me gusta manejar cuando ya está oscuro y menos cuando está lloviendo. El parabrisas se convierte en un lente con una graduación ajena, lo veo todo borroso y los limpiadores aclaran un poco mi visión.
Los faroles de las casas dibujan en el piso soles sin contornos, como difuminados. El reflejo de las luminarias municipales semejan espejos en el negro pavimento. El fulgor de los coches que vienen en sentido contrario me deslumbra; el haz luminoso penetra y lastima mis pupilas, me duele, se siente invadido mi globo ocular. Froto un ojo, luego el otro, si los cerrara, sé que vería esas espadas centelleantes en colores sepia y café.
Pongo a máxima velocidad las plumas para que eliminen el agua. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… doce, trece, catorce… treinta, treinta y uno. ¡Cómo dura este semáforo! Por fin, después de casi cuarenta segundos puedo meter primera. Acelero para que no me toque la luz roja; me ganó, su color parpadea al ritmo de mi corazón.
Uno, dos, tres, cuatro.. veinte, veintiuno, meto y saco el pie del clutch aprovecho para hacer ejercicio. Veintidós, veintitrés… este pinche semáforo duró más de sesenta segundos, bueno, sesenta flexiones de pierna. Con las yemas reviso cada una de mis uñas, quiero que estén parejas, en el momento en el que siento algún filo, de inmediato lo arranco con los dientes. ¡Me pasé! ¡Uta! Sentí cómo se vino algo de carne, succiono la sangre… se pone el verde, meto con trabajo la primera. Acelero con todo, meto segunda, tercera. Succiono. Me pulsa el dedo. Siempre me arrepiento cuando me jalo la uña con esa saña, pero la verdad, me genera cierto placer; no sé por qué. Al bañarme, late el dedo por el agua caliente, parece tener su propio corazón, tiene un ritmo distinto al que traigo en el pecho, ese que luego se acelera por cualquier cosa, tanto que lo siento agresivo, a veces ajeno, late fuerte como queriéndo salirse, como si él tampoco me quisiera, pero está preso, sujeto a mis venas y arterias, está encerrado bajo la cárcel blanca de mis costillas…
Los semáforos no están sincronizados, tengo que pararme de manera constante porque las calles son cortas. Riachuelos bajan por las ventanillas, gotas pesadas que parecen lupas no me permiten ver casi nada. Prendo el aire acondicionado para que no se siga empañando el parabrisas, lo pongo al máximo, ¡está más opaco! Unos dedos despejan esa bruma; alguien traza líneas, caras alegres y tristes, manos invisibles están escribiéndome un mensaje. Limpio ese vaho, o como se llame. Arranco de nuevo, esa mano sin cuerpo comienza a dibujar la palabra “loca”. Estoy nerviosa, me ahogo con este aire artificial, no puedo respirar… Abro la ventanilla un poco pero el aguacero arremete con todo del lado en el que estoy. Giro con rapidez la manija para subirla, ¡se atora! y el dedo palpita y sangra. Succiono. Queda un resquicio, algunas gotas logran penetrar, el agua está fría, dejo que refresque mi herida, las luces del carro que está atrás me deja ver el agua sanguinolenta que recorre el índice y baja despacio, recorriendo, cada vez más tibia, hasta el antebrazo para caer gota a gota por el codo. Siento alivio.
Logro cerrar la ventana. El cristal sigue empañándose, en el tablero veo cientos de hombrecitos echando su vaho, están todos formados, cuando cubren mi altura, cuando saben que ya no puedo ver, voltean todos a verme, sus ojos amarillos con ríos intrincados y rojos me miran y sonríen mostrando sus dientes que brillan entre la combinación de luces, sus filosos colmillos son como hoces.
Me aferro al asiento, no quiero verlos; conocía a uno nada más, ahora son cientos. Sus patas son como las de los loros, tienen cuatro dedos de diferentes tamaños, las uñas del que me ha perseguido siempre son filosas, cuando me asalta por las noches las encaja en mi piel. Cierro los ojos para no verlos más. Aun así percibo sus siluetas en esta pantalla café que me regalan los párpados, resplandecen sus colmillos y las garras. Creo que estoy perdiendo la razón… “No, no puede ser, es la lluvia la que te altera, la oscuridad la que te asusta, y la soledad la que te hace llorar”…
No puedo detener las lágrimas, tiemblo toda, el corazón ahora anuncia mi ansia, el eco sordo de sus latidos sale por mis oídos; tun, tun, tun. Me doy con fuerza con la palma para acallar ese sonido hueco… veo menos, con la manga limpio mis lágrimas. Arranco y me toca otro alto. “¡Me vale madres, es tarde!”, acelero. Sigue el parabrisas empañado, solo que ahora los demonios esos no están, no los veo, pero sí escucho sus pasos sobre el tablero, van, vienen de un extremo a otro, tac, tac, tac.
Cambio de calor a frío, de frío a calor el maldito control del clima. Estoy ansiosa, siento que no avanzo. “¿Para qué carajos salí si vi el techo de nubes negras? Agarraste tu bolsa y dijiste sin hablar: “Tengo que vencer el miedo a la lluvia”…
Tal vez esté un poco mal de mis facultades mentales, sí, seguro que sí; así me decía él todo el tiempo. Ahora que estoy con el corazón palpitante y las manos temblorosas, creo que tenía razón.
Se eriza la línea aterciopelada y negra que delinea mi columna vertebral; los vellos de mi cuello están como púas, contengo el aliento… ¡alguien está sentado detrás de mí!. ¡Sí, es él!. Aquí está, percibo su aliento en este ambiente cerrado, él siempre respiró por la boca, ahora lo hace pero con menos pausas, ahora el olor es agrio, descompuesto.
Alcanzo a ver su mano señalando hacia la derecha. Esa clínica psiquiátrica siempre nos quedaba en la diestra, ahí me iba a dejar; “Aquí vas a terminar, aquí te voy a traer”, “Porque estás loca, ¡histérica, ca, ca!” “¡Estás loca, histérica, ca, ca!” Yo no contestaba, esfuerzo doloroso hacía para contener ese llanto infantil.
Algo debe fallar en mí, cuando lo recuerdo mi mente se convierte en un proyector de diapositivas, empieza a funcionar el carrusel; comienzan a pasar las mismas transparencias una por una: primero la fachada de ladrillos rojos, clic, después la de varios enfermeros fumando en el balcón, todos están en la misma postura, como repetidos, resplandece su bata blanca, clic, el letrero con letras grandes: Clínica San Rafael, clic, las ambulancias estacionadas, clic, los cuartos fríos con aparatos viejos y siniestros que usaban para calmar la locura, por un rato o para siempre, clic… “¡Basta!” Azoto una y otra vez la cabeza contra el volante, quiero detener este maldito carrusel… ¡no más clics, no más clics! Solo el dolor, permite que se detenga esta rotación… le doy más y más duro al volante. Estoy sudando…Me duele la frente, la cabeza me punza, las imágenes se han borrado aunque la sensación y el pánico se han apoderado de mí.
Siento su aliento, escucho su respiración, cómo asiente satisfecho… subo el volumen, primera, piso el acelerador hasta el fondo, segunda, echo aire, tercera, segunda, tercera, siento su mano sobre mi hombro. No puedo detenerme… luces ámbar, rojas y verdes, rojas, ámbar, verdes. Su mano señalando una esquina… “¡aquí no es!” Le grito. Suelto el volante sacudo ambas manos para quitármelo de encima, como si estuvieran atacándome cientos de abejas Acelero…
Respiro agitada, veo por el retrovisor y no hay nadie. Pero siento su presencia, huelo su humor tan peculiar. “Ya sabes a dónde vamos, ¿no?” Quiero que su voz se pierda, ya no puedo subirle más a la música, quiero abrir la ventanilla, el aguacero se llevará su voz… ¡no puedo abrirla! le doy, y le doy a la manivela! “¿Qué haces? ¿Eh? Histérica, ca, ca”. “¡Ya ves cómo sí estás loca?” “¿Sí sabes a dónde vamos, no”? Escucho entre la lluvia, el radio, el motor, mis latidos y su risa, cínica, única. Pone ahora ambas manos sobre mis hombros, los aprieta, las desliza hacia mi cuello oprime con más fuerza, hace que me doble, freno con brusquedad, intento bajarme del carro, pero no puedo desabrocharme el cinturón. Una de sus manos cubre el seguro, con terror veo que está negra, llena de pústulas, así como parte de su antebrazo. Quiero quitarlo de ahí, liberar el broche del cinturón, pero no lo suelta… ríe, y ríe.
Vuelvo a ver a los pequeños demonios sobre el tablero, sus rostros han cambiado, ahora todos son él, todos ríen igual que él… gritan al unísono “¡estás enferma!”. “¡Acelera, loca, acelera!”.
Acelero… ellos todos se voltean para guiarme y ordenarme hacia donde ir: gritan “¡a la izquierda! ¡ahora a la derecha! síguete derecho, derecho… mientras, sus manos pútridas acarician mi cabello… no puedo pisar el freno, uno de los demonios está ahí abajo deteniéndolo como si sostuviera una losa, otros tres o cuatro empujan el acelerador. Los veo brillar en ese hueco oscuro, mientras los otros gritan “derecho, sigue derecho”, ellos aceleran, él me toca, estoy paralizada, no puedo quitarme ni el cinturón ni sus manos de encima….
No sé cómo, pero ahora está sentado sobre mí, mirándome con esos ojos vacíos, sonriendo con esa boca sin dientes, saca la lengua para besarme, está negra, larga, la recorre por mi cuello, alzo la mirada y puedo verlo todo, puedo ver a través de él, no tiene órganos, solo veo sus arterias, sus venas por las cuales corre esa sangre oscura.
Está distraído, excitado, me susurra “aunque estés loca, me gustas”, los de abajo aceleran, el del freno sigue haciendo fuerza bloqueándolo…
“¡No, no quiero ir a ese lugar, no, me no lleves! ¡por favor, no me lleves!”. “Derecho, tooodo derecho, ya mero llegamos”. Él sigue, yo no puedo moverme. Veo el paso a desnivel, trata de levantarme la falda, mientras susurra, “me gustas, perra”, “¡ahí te voy a dejar, loca!”. Suelto el volante, con la rodilla lo hago girar, el carro se estrella a toda velocidad con el barandal del puente.
Después de un estrépito, vino el silencio… abrí los ojos, los demonios habían desaparecido, él ya no estaba encima de mí. Algo caliente mojaba mis piernas, adhería la falda a mis muslos, mi blusa absorbía algo oscuro tiñéndola con rapidez, había dejado de llover… no sentía nada, solo las lágrimas. Zafé con facilidad el cinturón de seguridad. No sentía las piernas, algo las tenía comprimidas, quise abrir la puerta, encontré la manija con la escasa fuerza que tenía y la entreabrí, quise enderezarme pero no pude, algo amarillo estaba incrustado en mi estómago, sangraba, sangraba, traté de acomodar lo que tenía afuera, puse todo dentro todo en su lugar para poder funcionar de nuevo… un profundo sueño quería absorber mis pensamientos, no sentía dolor, me sentí libre… “no estás loca”, dije.